La verdadera historia del náufrago salvadoreño que sobrevivió 438 días en el mar

El periodista Jonathan Franklin publica un libro fruto de más de 40 entrevistas con Salvador Alvarenga

  • Compartir en Facebook

Pocos días antes de morir, Ezequiel Córdoba le dijo a Salvador Alvarenga: “Dile a mi mamá que estoy triste de no poder decirle adiós y que no debe hacer más tamales para mí. Me he ido con Dios”. Alvarenga le dijo que no iba a morir y le pidió que, si era él el que moría, fuera a El Salvador a darle la noticia a la suya. Los dos hombres sellaron el pacto.

Estaban en medio del Pacífico y llevaban varias semanas navegando a la deriva en una pequeña barcaza camaronera de cabotaje.

La barca apenas medía 25 pies de eslora (7,62 metros) y de manga cubría la anchura de una pick-up. Estaba completamente descubierta, no tenía camarotes. En medio de la cubierta tenía una caja de tamaño medio que se usaba como nevera para guardar lo que pescaba durante una salida. También tenía un pequeño motor y los mandos. Nada más.

  • Compartir en Facebook

Alvarenga no tenía ni idea de lo que le venía por delante: iba a estar en aquel bote un total de 438 días flotando en el océano e iba a sobrevivir para contarlo.

El periodista de The Guardian Jonathan Franklinha publicado, fruto de más de 40 entrevistas con el náufrago y de contrastar toneladas de información, 438 days: a fisherman true survival at sea,probablemente, el relato de no ficción más espectacular sobre un naufragio conocido hasta ahora.

Perderse en el mar

Todo empezó el 18 de noviembre de 2012 frente a la costa del Pacífico de México. Alvarenga iba a hacer una salida de pesca con Córdoba, un chico de 22 años de Chiapas, México. No había trabajado con él antes, pero su socio habitual había fallado en esa ocasión. Ambos prepararon la barca para una jornada de pesca.

Se adentraron hasta 50 millas mar adentro cuando les sorprendió una fuerte tormenta. Córdoba, que apenas tenía experiencia en el mar, perdió los nervios, y entre gritos comenzó a achicar agua a toda velocidad. Mientras, Alvarenga, curtido en las sorpresas del océano, intentaba alinear el bote con las olas para evitar que volcaran o que apresuraran el balanceo y hundieran el barco.

En el barco solo llevaban 70 galones de gasolina, 16 de agua, 23 kilos de sardinas para comer, varios kilómetros de hilo de pesca, tres cuchillos, un arpón grande, un teléfono móvil, un GPS portátil, un receptor y emisor de radio y 91 kilos de hielo.

Desde el puerto le pidieron las coordenadas para salir a su socorro. Pero el GPS se había estropeado al mojarse por el fuerte oleaje

Una vez pasó la tormenta, Alvarenga había conseguido retomar el rumbo a la costa. En el horizonte se divisaba tierra. Era la costa de México. Al cabo de unas millas, el motor se rompió. Estaban a la deriva. Era solo el primer día.

Alvarenga llamó por radio para explicar lo sucedido y pidió ayuda a puerto. Desde el puerto le pidieron las coordenadas para salir a su socorro. Pero el GPS se había estropeado al mojarse por el fuerte oleaje. Entonces, le dijeron que echara el ancla para inmovilizar el barco y que así fuera más fácil encontrarle. Pero tampoco tenía ancla. Alvarenga había salido para un viaje corto.

Con ayuda de Córdoba, echaron por la borda todo el pescado que habían capturado porque desestabilizaba el barco. Luego, juntando las boyas y atándolas con redes y cabos, hicieron un ancla flotante para dar estabilidad al barco y disminuir su velocidad, en caso de que la corriente les llevara mar adentro.

Pasó un día y volvió una tormenta. El barco sufría menos por la estabilidad que le proporcionaba el ancla flotante. La embarcación apenas tenía calado y podía volcar con facilidad. La nueva tormenta hizo que los aviones y barcos de rescate abandonaran la búsqueda por la poca visibilidad. Y la radio de Alvarenga, entonces, también dejó de responder.

Sobrevivir en un mundo de agua

  • Compartir en Facebook

Al día siguiente estaban en medio del océano y no se veía ni rastro de tierra en el horizonte. También habían tirado toda la comida que les quedaba. Alvarenga cuenta en el libro que comenzó a pescar con las manos. Aprovechando los momentos de mar calma, se apoyaba en la barandilla de la cubierta, ponía las manos en el agua y cuando pasaba algún pez lo atravesaba con las uñas y los dedos. Cuando tenían suerte comían tortuga, o peces voladores que terminaban por casualidad en la cubierta.

Calmar la sed era más complicado: cuando se les acabaron las reservas de agua, Alvarenga comenzó a ingerir la orina que expulsaba su cuerpo. No llovía. Córdoba era incapaz de seguir los pasos de su patrón. Pero le seguía con un esfuerzo inhumano. Era la única guía que tenía para sobrevivir en medio del océano. Junto a la orina, bebían también sangre de las tortugas que pescaban.

No podían protegerse más que escondiéndose dentro de la pequeña nevera que llevaban en medio de la barca

En los días en que bebían orina, Alvarenga preparó un sistema para recoger agua de lluvia para cuando llegara el momento. Lo hizo con maderas, lonas y redes. El primer día que llovió recogieron decenas de litros, que guardaron como reservas para las próximos meses.

Pasaban las 24 horas del día bajo el sol. Su piel comenzó a quemarse y a mudar de color y de textura. No podían protegerse más que escondiéndose dentro de la pequeña nevera que llevaban en medio de la barca. Aunque estaban en la zona del trópico, eran los meses de invierno del hemisferio norte y el agua estaba fría y las condiciones eran difíciles de soportar.

La guerra contra el cuerpo, la guerra contra el cerebro

  • Compartir en Facebook

La guerra contra el propio cuerpo era dura: sin comida, sin agua, sin una sola sombra. Pero mucho más dura era la guerra psicológica. La de beber orina rodeado de un mundo de agua que no se puede beber, la de ver pasar por la línea del horizonte alrededor de 20 barcos cargueros que no les detectaron (a la vista era imposible y la barca no tenía ningún sistema de navegación), o la de tener que convivir con un solo ser humano las 24 horas del día en una barca que no llegaba a los 8 metros, sin saber si iban a sobrevivir.

Con el paso de las semanas y la dureza de las condiciones, Córdoba comenzó a rendirse. El joven mexicano entró en una profunda depresión y, abrazado a una botella de agua, se quedó postrado en una de las esquinas de popa del barco. Se negaba a comer y a hacer nada. No le veía sentido a seguir luchando por vivir en medio de un mundo de agua.

Alvarenga intentaba que comiera y le daba conversación. El veterano solo pensaba en sobrevivir. Sin embargo, su compañero no lo consiguió. Al cabo de unos días, después de esa conversación de los náufragos sobre sus madres, el chico Córdoba murió.

Alvarenga pasó 6 días con el cadáver de Córdoba a bordo. Era incapaz de aceptar la idea de que su único compañero se había ido

Alvarenga pasó seis días con el cadáver de Córdoba a bordo. Era incapaz de aceptar la idea de que su único compañero se había ido. Todos los días hablaba con el cadáver, como Tom Hanks con Wilson en Náufrago. Solo que, en este caso, no se trataba de una pelota de volley, sino de un cuerpo humano en descomposición.

Al cabo de seis días se dio cuenta repentinamente de que estaba hablando con el cuerpo de un muerto y que, si lo mantenía mucho más tiempo ahí, sus esperanzas de sobrevivir también podrían agotarse. Le quitó la ropa, que no necesitaría para continuar el viaje a ninguna parte, y echó el cuerpo por la borda.

En ese momento su lucha se hizo mucho más ardua. Lloraba por la muerte de su amigo. Pero no tanto por él, sino porque se había quedado sin el verdadero pulmón que podría mantenerlo vivo en una situación tan extrema como esa: el contacto con otro ser humano.

Tras la muerte de Córdoba, Alvarenga se hundió. Pero poco a poco, y rechazando siempre la idea de matarse o dejarse morir, se puso en marcha de nuevo. Repetía rutinas como andar de una punta a otra del barco para convencerse de que estaba haciendo algo útil. Cuando comía se imaginaba manjares interminables, como los niños perdidos de Hook. Y así, forzando a su cerebro a creer una realidad más amigable que la que vivía, pasaba los días. 438.

Tierra a la vista

  • Compartir en Facebook

El día 438, Alvarenga vio un pequeño islote de aguas turquesa, arenas blancas y bosques de palmeras. Era el islote de Tile, perteneciente al atolón Ebon de las islas Marshall. En ese momento cortó las boyas para ganar velocidad e, impulsado por una ola, se acercó a la costa. Saltó antes de hacer pie de manera accidentada. Sin saber cómo, estaba postrado boca abajo en la arena. No se tenía en pie. A lo lejos, divisó una pequeña propiedad frente a la playa, de la que salió Emi Libokmeto.

La mujer, según el relato, le miró con extrañeza y supuso que el hombre había aparecido del mar. Alvarenga, aunque no conocía el idioma y no tenía manera de entenderse, no paró de hablar. Libokmeto le atendió, le dio de comer y fue a buscar al alcalde de Ebon. Al día siguiente apareció con una gran comitiva que le llevó hasta el pueblo, en barco…

Nunca sabremos si la historia de su hazaña esconde capítulos oscuros

El periódico de las islas Marshall fue el primero en conocer la historia y su publicación atrajo a decenas de reporteros de todo el mundo. Sin embargo, Alvarenga se negaba a dar entrevistas mientras los periodistas especulaban sobre la historia y se aferraban a cada dato nuevo que descubrían.

Como en la Vida de Pi, nunca sabremos si el relato de Alvarenga es real, si la historia de su hazaña esconde capítulos oscuros. Lo único que sabemos es que Alvarenga, después de haberse recuperado, viajó a Chiapas, México para decirle a la madre de Córdoba lo que le prometió.

Actualmente, a pesar de haberse convertido en una celebridad, Alvarenga sigue con su oficio de pescador en El Salvador.

Se había quedado sin el verdadero pulmón que podría mantenerlo vivo en una situación tan extrema como esa: el contacto con otro ser humano

Fuente: playgroundmag


Suscríbete gratis y recibe nuestros artículos en tu correo